Hace algunos días, escuchaba un debate sostenido por diversos psiquiatras amigos míos, en torno al abordaje farmacológico de los pacientes con posible riesgo suicida y el papel de la psiquiatría en su tratamiento. Una de ellas, comenzó diciendo que, desde su punto de vista, la psiquiatría siempre ha sido considerada como el “patito feo” de la medicina, pues en el resto del gremio médico existe una fuerte tendencia a menospreciar esta especialidad. Consecuencia de dicho panorama, la doctora expresaba que la psiquiatría, por lo menos en México, siempre ha buscado ganarse un lugar de reconocimiento dentro del campo de la medicina, y que por ello, los psiquiatras se esfuerzan sobremanera no sólo en poner en evidencia su desempeño en el área clínica, sino también, en generar investigaciones que contribuyan a otorgar profesionalismo, muchas veces basándose en controversias, con el fin de consolidar a la psiquiatría como una rama seria de la medicina.
Un segundo médico afirmaba que lamentablemente, muchas veces, es en búsqueda de este reconocimiento y por navegar entre nubes narcisistas, que la psiquiatría se aleja del objetivo principal de su profesión, que tendría que ser la mejora de los pacientes, sumergiéndose en luchas innecesarias de poder y validación. En mi interior, estas palabras resonaron profundamente, llevándome a considerar más lamentable aún, que esa lucha permanente de egos nos lleve a perder tanto tiempo en estudios que, según parece, no hacen sino contradecirse los unos a los otros.
El conflicto aparentemente surgió hace un par de décadas, cuando un grupo de investigadores afirmó que los antidepresivos producían ideas suicidas, sobretodo en niños y adolescentes, por lo que había que abstenerse de tratarlos con dichos fármacos. Algunas publicaciones mostraron que el 4% de los niños y adolescentes que iniciaban tratamiento con antidepresivos, presentaban ideas suicidas, en comparación con el 2% de aquellos que eran tratados con placebos. Derivado de estos estudios, se señaló duramente al laboratorio que fabricaba la fluoxetina, asumiendo que éste había mentido descaradamente al afirmar que su medicamento era un medicamento seguro. Esta creencia fue acentuada cuando la Iglesia de la Cienciología expuso 6 casos que afirmaban que la fluoxetina inducía ideas suicidas.
Muy pronto, la idea de la peligrosidad de los fármacos se extendió a otros antidepresivos, llevando entonces a la comunidad médica, a culpar a la industria farmacéutica de ocultar datos y poner en un evidente riesgo a niños y adolescentes. En consecuencia, surgieron un sinnúmero de estudios que adjudicaron a los antidepresivos efectos colaterales tales como la tendencia a generar impulsos autodestructivos o agresivos, incremento de la energía sobre la ideación suicida ya existente, inducción a ataques de pánico, provocación de estados maniacos o mixtos, insomnio grave o interferencia con la arquitectura del sueño, inducción a estados obsesivos, exacerbación o inducción a alteraciones electroencefalográficas o neurológicas, etc. ¿Pero a cuáles antidepresivos se hacía referencia? Pues eso dependía de los autores. Algunos aseguraban que los más dañinos eran los que tenían un efecto desinhibidor, o en todo caso, los noradrenérgicos, mientras que los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) protegían o incrementaban su efectividad. Otros, sostenían que no había diferencias entre ellos. Mientras que algunos más, argumentaban que los ISRS producían más efectos negativos. Hoy por hoy, contamos con una increíble cantidad de bibliografía de múltiples investigadores internacionales, que no deja absolutamente nada claro.
Más recientes investigaciones, demostraron la poca seriedad de los estudios presentados en su momento, por la iglesia de la Cienciología, poniendo en evidencia la falsedad de sus acusaciones, al revelar que sus investigaciones no sólo habían sido mal estudiadas, sino peor explicadas. Consecuencia de ello, la Cienciología hubo de perder una gran cantidad de juicios y sumas millonarias en Estados Unidos, sembrando la duda de si acaso su fin había sido otro diferente, al de evitar que las personas accedieran a un tratamiento farmacológico so pena de perder posibles clientes o adeptos. En la actualidad, sabemos que la fluoxetina es quizá, el fármaco más noble de todos los antidepresivos, y que a pesar de la gran cantidad de investigaciones realizadas en torno a dicho medicamento, no existen pruebas contundentes de que éste produzca ideación suicida.
¿Pero de dónde surgió la idea de que los antidepresivos son peligrosos? En el debate, se propuso la hipótesis de que quizá, los ensayos clínicos o los estudios epidemiológicos, parten de factores importantes de distorsión. El primero a considerar, es la exclusión de pacientes con ideas suicidas. El segundo, es que las evaluaciones diseñadas para valorar estas ideas o el riesgo de suicidio, son cuestionables en cuanto a su fiabilidad, en el sentido de que se pueden prestar a la manipulación o a la inducción de ideas en las personas, para obtener las respuestas deseadas (o no deseadas). Aunado a esto, se compartieron una serie de cuestionamientos que nos llevó a una interesante reflexión: ¿Quién determina que los niños tienen ideas suicidas? ¿Las personas que los valoran, tiene cualificación suficiente? ¿Se han diferenciado correctamente ideas y actos suicidas? ¿Las encuestas diferencian los efectos indeseables de los inducidos? ¿Por qué no sólo no concuerdan, sino que se contradicen, los estudios en torno al análisis de los antidepresivos?
Es una realidad que la depresión no tratada, sigue siendo al día de hoy, una de las mayores causas de suicidio, y que más de la mitad de los suicidas con trastornos depresivos, contactan con los servicios de salud, antes de suicidarse. Ahora bien, las estadísticas de inicio de los años 2000, nos dejan ver que el suicidio es un problema importante en adolescentes y que sin embargo, la predicción de suicidio mediante escalas, da como mínimo un 30% de falsos positivos. También es verdad que, en los últimos años, en países donde ha aumentado la prescripción de antidepresivos en adolescentes, ha disminuido el número de suicidios, y esto resulta fácilmente demostrable si se toma en cuenta que, durante las últimas dos décadas, en países como Dinamarca, Hungría, Alemania, Estonia, Suiza, Suecia y Finlandia, se ha aumentado de entre 6 y 7 veces la prescripción de antidepresivos, y que la tasa de suicidios ha disminuido en proporción. En Estados Unidos, también se demostró una disminución de suicidios de 23 por cada 100,000 habitantes, tratando a adolescentes de entre 10 y 19 años con antidepresivos. Estos números no hacen sino revelar que el tratamiento farmacológico a corto y largo plazo de los trastornos afectivos, disminuye la morbimortalidad por suicidio, incluso en poblaciones de alto riesgo.
Quizá el punto más importante a tomar en cuenta y que algunos médicos están pasando por alto, es que cada persona es un mundo, y que por tanto, existe una gran cantidad de variables a considerar, antes de prescribir cualquier antidepresivo a cualquier paciente. Es indispensable saber cómo y cuándo recetar qué a quién, analizando el estado en el que se encuentra cada persona, sin olvidar las condiciones de vulnerabilidad o si acaso pudiese encontrarse o no en una situación de suicidabilidad. Surge, entonces, la invitación a cuestionarnos también, si el diagnóstico que se está estableciendo, es el correcto, pues bien se sabe, que no es lo mismo una depresión bipolar que una depresión agitada. Por tanto, también existe la posibilidad de que el tratamiento sea el inadecuado. Y si es el caso, esto podría derivar en un agravamiento de los síntomas. Sabemos, por ejemplo, que si bien los antidepresivos son de gran ayuda para un paciente con depresión agitada, en uno con depresión bipolar podrían ser contraproducentes, por lo que la prescripción debería ser enfocada hacia reguladores del humor en lugar de (o con) antidepresivos.
Ahora, con respecto a los antidepresivos y su impacto en los niños y adolescentes, ¿producen o no ideación suicida? Los ensayos clínicos no logran determinar si los antidepresivos aumentan o disminuyen el riesgo de las ideas suicidas, o los intentos de suicidio, o las muertes por suicidio, en niños y adolescentes. ¿Por qué? Pues porque a la fecha, no se cuenta con datos estadísticos de que esto haya sucedido y en realidad, existen muy pocos intentos de ensayos clínicos en adolescentes. Lo cierto es que, para que un ensayo clínico pueda evaluar con fiabilidad la posibilidad de muerte por suicidio de niños y adolescentes en relación con los antidepresivos, se necesitaría un número de pacientes muy superior del que se ha incluido hasta el día de hoy. ¿Cuál sería entonces la solución? Que los investigadores llevaran a cabo análisis observacionales de los datos en poblaciones mucho más amplias, porque las tasas de suicidio que se han comparado entre los niños y adolescentes que toman antidepresivos en relación a los que no los toman, han concluido erróneamente que los que toman antidepresivos, presentan un riesgo de suicidio más elevado, sencillamente porque los que no los toman, evidentemente no presentan depresión y por tanto, no los necesitan.
En el 2007, un metanálisis llevado a cabo por el Instituto Nacional de Salud en los Estados Unidos, concluyó que después de haber estudiado el efecto de los antidepresivos en niños y adolescentes, y habiendo revisado todas las publicaciones realizadas entre 1998 y 2006, lo más adecuado era tratar a los niños y adolescentes con antidepresivos, manteniendo, por supuesto, una estrecha vigilancia, sosteniendo que son más los niños y adolescentes que se benefician del abordaje farmacológico, que aquellos que pudiesen resultar perjudicados.
Por otro lado, habría que también considerar los recientes descubrimientos y la validación de biomarcadores de la suicidabilidad. Diversas publicaciones de la última década, demuestran la implicación de distintos marcadores genéticos, como la espermidina. De igual manera, estudios realizados entre pacientes unipolares y bipolares, en dónde se compararon los genotipos de pacientes que habían presentado ideación suicida contra aquellos que no, pusieron en evidencia dos marcadores asociados significativamente, que residen en los genes GRIA3 y GRIK2, y que modifican los receptores ionotrópicos del glutamato. Esta información cobra coherencia, al analizar el efecto que tiene, por ejemplo, la ketamina sobre la ideación suicida, remitiéndola rápidamente. Por tanto, ¿no resultará también indispensable analizar la posibilidad de un polimorfismo genético en los pacientes, más allá del posible impacto de los antidepresivos? ¿Podría ser, acaso, que esta alteración genética sea una de las responsables de la ideación suicida, más que los antidepresivos como tal?
Lo que es una realidad, es que en la actualidad, la evidencia nos sugiere que los antidepresivos ayudan mucho más a disminuir las tasas de suicidio y las conductas suicidas, que lo contrario. Si bien considero que es sano, en ocasiones, tomar la distancia y el tiempo necesario para cuestionar lo que se ha venido enseñando por décadas, el análisis de todos estudios, nos ayuda a confirmar que el abordaje farmacológico pareciera un camino adecuado, tal cual lo resumió el neuropsicofarmacólogo inglés, David Nutt, en el 2003, cuando comprobó que la posible agitación presentada en relación al riesgo de suicidio durante los primeros quince días posteriores a la administración de los antidepresivos, disminuye a partir de la tercera semana y por consecuencia, el humor de las personas mejora progresivamente.
Hoy por hoy, resulta innegable que una de las mejores maneras de prevenir el suicidio, es tratar a los pacientes con antidepresivos. En mi humilde opinión, la psiquiatría pierde tiempo buscando pelear un reconocimiento que ya posee. Considero que más útil sería, asumirse como la ciencia que es, proponiendo un trabajo colectivo e interdisciplinario, que más allá de los intereses o de las necesidades personales de los propios profesionales, proponga soluciones que garanticen la búsqueda de mecanismos en pro de la salud mental de los pacientes y por consecuencia, de su entorno y de nuestras sociedades.