“Lo más preocupante no es que se produzca un asesino, sino que no seamos capaces de aceptar que nosotros mismos tenemos esta parte maligna en nuestro interior. Es la fragmentación, la represión de nuestra propia sombra, lo que genera la violencia en el mundo”. – Carl Jung
Ayer, la noticia de un lamentable suceso conmocionó a todo México: José Angel, un niño de once años, estudiante de sexto de primaria del Colegio Cervantes, en Coahuila, llevó a cabo un tiroteo que dejó seis heridos y acabó con la vida de dos personas. Entre ellas, la profesora del grupo y el mismo autor del ataque. Rápidamente, los medios de comunicación de todo el país (y también los extranjeros), se dieron a la tarea de informar sobre dicho suceso. En cuestión de segundos, las redes sociales escupieron decenas de imágenes y cientos de especulaciones: que si el niño había sido influido por un videojuego, que si la madre había muerto y el padre lo había abandonado, que si había sido víctima de bullying, que si había querido replicar la matanza de Colombine, que si usaba tirantes y calcetines rojos como la sangre. No, no es broma. De verdad leí todo esto en medios.
Esa misma mañana, una amiga mía que es profesora, se comunicó conmigo para solicitar ayuda, pues el día anterior uno de sus estudiantes se había suicidado. Tres días antes, fui víctima de un intento de ataque sexual que terminó en robo, y hace menos de un mes, viví de manera muy cercana un par de secuestros y un feminicidio. En medio de tal ajetreo, me di cuenta de me sentía perdida, y de que no había tomado el tiempo de procesar tanta información. Así que decidí tomar una pausa, servirme un café y reflexionar al respecto.
Mientras esto sucedía, vi caer un pequeño chorro amarillento en mi balcón. Me acerqué para descubrir que al perro de mi vecina, le había hecho daño el menú del día y lo externó a través de un espeso vómito, que escurría por mis plantas. Saqué un par de fotografías y le envié a la vecina un amable mensaje, preguntándole qué medidas podíamos tomar para evitar este tipo de situaciones, al cual respondió groseramente, diciendo que era imposible que semejante pastosidad proviniera de su afable mascota, pues ésta había sido impecablemente entrenada para ser perfecta. La invité a visitar mi balcón para corroborar los hechos, pero ella se negó y procedió a ignorarme.
Mi vecina me abrió los ojos: somos esta sociedad que niega, que juzga, que señala y ataca. Preferimos tener razón antes que buscar soluciones. La violencia siempre es culpa de otros, nunca nuestra. La violencia viene de los que venden armas, de los drogadictos y de los narcotraficantes, de los sacerdotes pedófilos, de las autoridades corruptas, de los padres ausentes, de las mascotas fantasmas. Pero nunca de nosotros ni de la gente cercana. Lo sé, porque mientras esta violencia corroe a mi país, mis amigos y la gente a mi alrededor me desean mucha luz y amor para este nuevo año que empieza y de paso, me comparten sus múltiples recomendaciones para que aprenda a tomar medidas de “defensa” que me “protejan” de la incesante furia del pueblo, que al parecer, no es el mío. “Desecha lo que no necesitas”, me dicen una y otra vez, “deshazte de la gente que no te aporta nada. Quédate solo con los buenos, los que te queremos, los que somos incondicionales”.
Para ser honesta, esta información me confunde un poco, porque dentro de las personas que me comparten estas palabras y me abrazan efusivamente, se encuentra aquel conocido que en noviembre pasado, me envió el video de un inmigrante suicidándose en la ciudad de Querétaro, mientras se burlaba de cómo la gente lo alentaba a llevar a cabo el acto. Está aquella psiquiatra, que me reveló haber atendido a una paciente tras un intento de suicidio, cuya vida le parecía tan miserable, que en el fondo, le deseaba éxito en su siguiente intento. Se encuentra aquella amiga a la que cada vez que intento expresarle mi sentir, me impide hablar, argumentando que lo importante no son mis emociones, sino debatir al respecto. También está aquel familiar al que, cada vez que le pido un favor, acepta “desinteresadamente”, para días después, llamarme y pedirme la “justa retribución” por los servicios ofrecidos. Por último, también me encuentro yo y mi montaña rusa. Yo, la que en un día “bueno” escucha y atiende a su entorno, pero en un día “malo”, se queja a gritos de la agresividad ajena. Sí, es cierto. Esta versión, a veces miedosa y a veces, gritona, también soy yo. Y me resulta fácil, como al resto de mis amigos, responsabilizar a otros de la crueldad y rudeza de nuestro país, porque claro, nosotros, los “buenos”, somos incapaces -¡¿pero cómo?!- de generar violencia.
Tengamos, pues, nuestros cinco minutos de insensatez y culpemos a los “malos”. Culpemos a la madre fallecida de José Angel. Al padre ausente. A los que le facilitaron las armas. A los compañeros que lo atacaron. A los videojuegos. Culpemos a los ciegos y a los sordos. A los que nunca se preocuparon por indagar en sus emociones o descubrir el intenso sufrimiento y posible soledad que podía estar viviendo un niño de once años. A los que nunca le dieron una palmada en el hombro ni una palabra de aliento. Deshagámonos de todos ellos. Pongamos a toda esta gente indiferente en una botellita de cristal y aventémosla al mar, donde nunca más tengan que convivir con nosotros. Quedémonos solo con la gente “buena”, con los “incondicionales”. Los que sí servimos para vivir en esta preciosa sociedad. Y dejemos, pues que nuestra propia negación y frustración, abra paso a la cólera.
¿Es esta, la solución? ¿Es esta, la medida adecuada para acabar con la ira de nuestro país? ¿Dónde queda, entonces, nuestra tolerancia? ¿Nuestra inclusión? ¿Nuestra voluntad para transformarnos juntos? ¿Qué hacemos, pues, con nuestra propia oscuridad? ¿Cómo nos limpiamos de nosotros mismos? ¿De nuestros defectos? ¿De nuestros prejuicios? ¿De nuestra discriminación?
Por nuestro propio bien, es necesario aceptarnos tal y como somos, porque para solucionar, no nos queda de otra, sino reconocernos y asimilarlos como parte del problema. Así, sin prejuicios, sin señalamientos, sin ataques. Si lo que queremos es erradicar la violencia de nuestro entorno, tenemos que asumirnos como parte de la misma, y aceptar que nuestros temores y angustias, se reflejan en la irresponsabilidad de nuestros actos y en el enojo de nuestra sociedad. Negar este hecho, sería imposibilitar la oportunidad de construir un bienestar común.
Llámenlo ingenuidad, llámenlo idealismo (a mí me gusta llamarlo esperanza), pero yo estoy convencida de que los mexicanos, tenemos en nuestras manos la posibilidad de crear una sociedad de paz. Y que el camino, es el reconocimiento integral de nosotros mismos, y no sólo de las partes que nos convienen. Sí, somos un país violento, pero también, somos un país con gente comprometida y solidaria, dispuesta a llevar a cabo las acciones necesarias, para salir del hoyo en el que estamos. Aprendamos a convertir nuestros defectos en herramientas y nuestras debilidades en fortalezas. Sacudámonos de esta indiferencia impregnada en el aire, y creemos una misma voluntad, para ir más allá de nuestros miedos y desconfianza compartida.
No se trata de luchar por una causa. De hecho, ¡no se trata de luchar! Sencillamente, identifiquemos las miles de causas en las que necesitamos trabajar colectivamente, para convertirnos en el país y en las personas que queremos ser. Y luego, acerquémonos a la familia de José Angel y a todas aquellas personas que sufren las consecuencias de este tristísimo suceso, para buscar juntos, la manera de salir adelante.
Sí: la empatía siempre es posible. Aún en tiempos de cólera.
El presente artículo fue escrito por Faryde Lara, suicidóloga y presidente de SAK Fundación, organismo de prevención, atención, tratamiento y acompañamiento en torno al suicidio y problemáticas asociadas.
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