Todos cuantos han estudiado a fondo el tema del duelo es que el más traumático, más doloroso y más desequilibrante es el que sigue a un suicidio. La persona que se suicida deposita todos sus secretos en el corazón del sobreviviente, le condena a afrontar multitud de sentimientos negativos y, aún peor, a obsesionarse con pensamientos relacionados con su papel real o posible a la hora de haber precipitado el acto suicida o de haber fracasado en evitarlo. No cabe ninguna duda de que las muertes violentas, en particular el suicidio, son las más difíciles de aceptar. Todos los estudios al respecto certifican que son las que tienen más riesgos de presentar complicaciones a largo plazo. En el periodo que sigue a una pérdida traumática, y el suicidio lo es en grado máximo, no es infrecuente que los componentes de la familia pierdan la perspectiva y acaben creyendo que sus reacciones son patológicas.
Por eso adquiere una especial relevancia trabajar por “normalizar” sus respuestas de ira y de pena, su incapacidad para “dejar de lamentarse”, a la vez que ayudar a los diversos miembros de la familia a que se muestren tolerantes con las distintas formas o estilos a que recurre cada uno para hacer frente a la situación. Sólo así podrán recorrer las dolorosas etapas de duelo que les esperan.
Consecuencias del suicidio para la familia
El dolor que experimenta una familia tras la muerte de uno de sus miembros se incrementa hasta niveles casi insoportables cuando ésta se ha producido por decisión del fallecido. Es entonces cuando las mentes de los sobrevivientes (del inglés survivor) se llenan de fantasmas y sus corazones de sombras y de dudas. Se buscan explicaciones, se pretende encontrar culpables, no se sabe cómo mitigar una angustia que se muestra invasiva, aturdidora. Las consecuencias del suicidio para la familia son tan devastadoras que provocan serios destrozos en la vida de los sobrevivientes, introduciéndoles en un duelo, por regla general, muy traumatizante y prolongado. Algunas de las expresiones más destacadas, como muy bien destaca Pérez Barrerto, serían las siguientes:
En la primera fase de shock predomina un fuerte sentimiento de tristeza que coexiste con síntomas físicos, dolores precordiales, hipersensibilidad, sentimientos de irrealidad, trastornos de apetito y sueño. Luego aparecerá una fase de rabia que puede ir dirigida hacia uno mismo por no haber sabido o podido evitarlo, hacia los médicos por no haber sido capaces de impedir la trágica decisión del ser querido, hacia el suicida por haberse dado por vencido y haber rechazado la ayuda que se le prestó o se hubiera estado en disposición de prestarle en sus momentos más depresivos o hacia Dios, cuya ausencia en semejante trance no se comprende. No faltará la angustia y el desconcierto por no haber previsto el fatal desenlace, la frustración por no haber tenido oportunidad para saldar las diferencias con el difunto, las fantasías acerca de los motivos que le llevaron a su autodestrucción, la invasión de pensamientos obsesivos y de recuerdos del fallecido.
La muerte por suicidio no implica sólo una dolorosa ausencia, sino que es vivenciada como una acusación por lo que se hizo o se dejó de hacer, lo que se dijo o lo que se silenció. Es éste un sentimiento común a toda pérdida, pero se acentúa en el caso del suicidio. La culpabilidad pesa como una auténtica losa en la familia del suicida. Se explicaría por la sensación de fracaso que se experimenta por no haber podido evitar la muerte del ser querido, de no haber sido capaces de detectar los pensamientos depresivos que presagiaban la conducta autodestructiva, por no haber atendido las llamadas de atención del finado, no haber facilitado que éste expresara sus ideas suicidas, o por no haber sabido tomar a tiempo las medidas que hubieran podido impedir la tragedia.
Unido al sentimiento de culpa, el suicidio produce una frustrante vivencia de fracaso de rol, sobre todo en las madres que, al tener más interiorizado su papel nutricio de cuidadoras encuentran muchas dificultades para entender que sus desvelos, sus cuidados, sus intentos de protección y sus esfuerzos de contención hayan sido ineficaces a la hora de evitar la tragedia.
El miedo es también una emoción muy presente en casi todos los familiares del suicida y tiene que ver con una especie de vivencia que les hace sentirse vulnerables y en riesgo de repetir la conducta suicida o de padecer una enfermedad mental que les empuje a ello. Este sentimiento que afecta sobre todo a los más jóvenes, y queda reforzado cuando cada uno entra en contacto con los propios sentimientos autodestructivos. Aparece un vago temor al destino o a una cierta predestinación y, en algunos ambientes, miedo también al futuro del ser querido, “más allá de la muerte” (infierno, condena eterna).
Otras de las consecuencias del suicidio en los miembros de la familia son los sentimientos haber sido traicionados o abandonados. Preguntas como “¿por qué lo hizo?”, “¿cómo me pudo hacer tanto daño?”, “¿acaso nos merecíamos esto?”, etc., son redundantes en casi todas las familias de suicidas. Por eso, ese tipo de muerte despierta un angustioso sentimiento de haber sido traicionado por el suicida, que con su conducta se mostró finalmente impermeable al cariño que se brindó y ajeno a las atenciones que se prestaron.
Las familias se sienten perdidas en un laberinto de confusión al que no se le encuentra salida. Se amontonan las preguntas para las que no se halla respuesta. Experimentan una urgencia irreprimible de encontrar una justificación racional al suicidio, un motivo o una causa que lo explique de forma mínimamente aceptable.
Es otro aspecto nada irrelevante al que toda familia se enfrenta más o menos expresamente. Aunque las cosas van cambiando y la sociedad ha evolucionado y madurado, la mayoría de las familias viven el suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no les es fácil sobrellevar. Y esto parece ser así incluso aunque desde el entorno se evite todo señalamiento negativo, se haga el mayor esfuerzo de comprensión y se les trasmita todo el apoyo posible.
Es otra de las variables que se hace presente en la vivencia de la experiencia de un familiar suicida. Hace su aparición por la necesidad de intentar ver la conducta de la víctima no como un suicidio, sino como una muerte accidental, lo que contribuye a crear pautas de comunicación distorsionadas que buscan enmascarar una realidad extremadamente dolorosa. Se fabrica así un verdadero tabú respecto a lo que en verdad le ocurrió a la víctima, ocultando la causa real de la muerte. No deja de ser una forma de protección de algo que no se quiere aceptar porque resulta más amenazante de lo que uno está dispuesto o capacitado para soportar.
Fuente: J. J. Ruiz / Terapeuta familiar
Extracto del artículo:
http://www.cuidatusaludemocional.com/consecuencias-del-suicidio.html